Me crié en la huerta de Murcia


  Me crié en la huerta con las ventajas e inconvenientes que esto conlleva; relativamente aislado y esto para un niño no es muy divertido. Solo tenía dos vecinos y medio con los que jugar. Digo medio porque Mariano (Marianín) era el más joven: un canijo de poca energía y ojos saltones que aportaba poco a nuestras andanzas y siempre teníamos que estar pendiente de él, pero eso sí, muy avispado en algunos juegos, como cuando jugábamos a ver quién encontraba más nidos en el mar de huertos de naranjos que rodeaba nuestras casas. Ahí sí que tenía ventaja, supongo que su pequeño tamaño y esos ojos que parecía querían independizarse de su dueño le ayudaban bastante.

  De Rafa te podías esperar cualquier cosa por extravagante que fuera. Era puro nervio, casi no tenia uñas porque se las devoraba. Tenía un perro llamado Güeter, tan nervioso como su dueño, negro, de raza indefinible y muy bien adiestrado para buscar y matar ratas que en ocasiones nos acompañaba, pero solía estar atado porque se ponía muy pesado. Tenía una obsesión enfermiza por estos roedores y a la menor ocasión lo veías escarbando haciendo un hoyo, desaparecía dentro de el y al rato salía con uno de estos bichos en la boca. La familia de Rafa tenia, como todos por esta zona, su huerto y su bancal. En este acababan de plantar patatas con mucho esfuerzo ya que se hacía a brazo y había quedado muy bonito. Nadie llegó a saber cómo y porqué le pasó esa idea por la cabeza pero, no se le ocurre otra cosa que coger un bote, sacarle gasolina a la rieju de su padre y echársela en el esfínter del pobre Güeter. Había que verlo, corriendo solo con las patas delanteras por el bancal recién sembrado. Un video de ese suceso ahora hubiese sido viral.

  Y luego estaba José Luís, mi primo, siete meses mayor que yo y que a veces teníamos ciertos piques por manejar el cotarro. Era el preferido de mi vecina Peli para jugar a los médicos en el huerto. Tenía la manía de querer curarle siempre en la misma zona, ¡que picaruela!… Uno de esos piques surgió un día en el que llegó Pedro, un vendedor ambulante de conservas y otras zarandajas en un Renault 4, o cuatro latas, le decíamos nosotros. Pedro siempre traía los bolsillos llenos de bolitas de caramelo anisadas del tamaño de guisantes que a nosotros nos volvía locos, no sé si lo hacía por vernos felices o por deshacerse de nosotros. El caso es que, en una ocasión, después de darnos las bolitas desapareció dentro de la casa de una vecina dejándose el coche con las marchas en punto muerto. Nos percatamos de ello y se nos ocurrió medir nuestras fuerzas empujando el coche: mi primo desde delante y yo desde atrás. Él, viendo que yo iba ganando, dejó de empujar, el coche avanzó repentinamente, tropecé y caí con la frente sobre el parachoques abriéndome una brecha en el entrecejo y sangrando a chorro que, a día de hoy, aún se puede apreciar la cicatriz, aunque levemente. Quedó demostrado: el más fuerte, yo; el más listo, él… ¡dita sea!…

  Y quedo yo, que era un trasto, pero eso es otra historia. Todo esto que acabo de contar ocurría mientras paralelamente se desencadenaban otros acontecimientos decisivos en el devenir de este país: la muerte de Franco y el inicio de la Transición.

  Los padres de hoy tienen suerte, saben en todo momento donde están sus hijos y lo que están haciendo: unos ojos a una pantalla pegados. No sé si mejor o peor, pero sí que son otros tiempos… siempre ha sido así y lo seguirá siendo.

Jose Cano










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